Desde hace años, para ser más precisos, desde la década de los 80's escuchaba en la escuela, en las reuniones familiares y en la calle -con cierto aire de ficción- acerca de aquella terrible situación de violencia que se vivía en aquel entonces en las provincias del sur de nuestro país, particularmente en la ciudad de Ayacucho.
Yo estaba aún muy pequeño para entenderlo, pero dados los encendidos debates que se desarrollaban en el circulo familiar, no podía menos que llamarme la atención. Mas el hecho quedo ahí.
Años mas tarde -aquí en Lima- tuve la oportunidad de contar en mi casa con una increíble mujer. Ella laboraba como empleada del hogar. Llamada Ana Sonqo, ayacuchana de nacimiento, y quien en su juventud le tocó vivir en carne propia la terrible experiencia de tener que fugarse de su pueblo natal -de madrugada- junto a su madre y sus dos pequeños hermanos -en medio de las montañas- soportando por varios días el frío, el hambre, la sed y la tristeza de quizás no volver a ver nunca mas a su padre; huyendo de la muerte, dado que su pueblo había sido "intervenido" por los militares.
El relato de Anita me caló profundamente. Cuando me "compartió" esta experiencia, sus ojos se llenaron de lágrimas. En aquél entonces pude aproximarme a la magnitud de su dolor. Dándole un abrazo decidimos -en ese momento- cambiar de tema.
Jamás imaginé -hasta la semana pasada- que esta realidad podía tocarme tan profundamente el corazón, casi 20 años después.
Iniciamos el viaje con motivo de presentar -en la ciudad de Huamanga y pueblos aledaños- el Segundo Festival Internacional de Narración Oral: 'Déjame que te cuente'. Nos embarcamos un contingente de narradores de cuentos liderados por Cucha del Aguila y su equipo de producción: Cheely, Silvia y Fernie.
Desde antes de emprender el viaje empezaron a ocurrir una serie de eventos inesperados; la cancelación de la participación de Patricia Mix (nombre real) de Chile, quien dirigiría los talleres que todos recibiríamos durante el encuentro; esto se produjo por una súbita intervención médica que hizo imposible su participación. Algunos colegas narradores -a último momento- se retractaron de participar dadas sus distintas ocupaciones que se cruzaban con las actividades que -durante una semana- nos invitaría a convivir en comunidad, siendo esta una de mis principales razones para participar en dicho festival: poder escuchar, sentir, compartir y leer en los gestos y búsquedas de mis compañeros aquella pasión que nos lleva a todos ser hijos de un mismo árbol, el de las historias, el árbol anciano de los cuentos.
Arribamos a la ciudad de Huamanga, adornada por sus treinta y nueve iglesias, sus plazas, casonas coloniales y republicanas y por supuesto la incontenible presencia de la ciudad de hoy en día; proyección de un urbanismo que crece desmedidamente sin criterios arquitectónicos, sino de supervivencia. Por supuesto no faltaban las modernas construcciones que se levantaron para poder cumplir con la demanda de un turismo que requiere de ciertas normas de infraestructura para "poder ser".
Pero una casa, una casa en particular llamó mi atención y la de todos mis compañeros, dada su razón, origen y existencia, llamada "El Museo de la memoria". Aquella caminata llena de calles empedradas, de promesas municipales, nos dirigía hacia un lugar donde a partir de esa visita, cambiarían radicalmente el sentimiento y razón de este viaje que iniciamos.
Llegamos ante la fachada de aquella casa que formaba esquina, tapizada con frescos, pinturas que representaban el dolor de la lucha de un pueblo contra el terror; imagenes de hombres, mujeres y niños sometidos a la violencia sin sentido por parte de terroristas y militares.
Entrando a la casa, un pequeño patio nos da la bienvenida con olor a maíz tostado. Varias mujeres frente al fogón preparan los alimentos mientras unos niños juegan bañados por el sol del mediodía. Al ingresar al recinto de la memoria, dos mujeres ancianas con surcos en el rostro dejaban ver el tiempo y seguramente eran parte de lo que este lugar tenia reservado para nosotros.
Un retablo gigante mostraba sus visagras descuadradas, sus puertas dibujadas de flores y espinas que al ser abiertas nos mostró una representación de dolor, en los distintos niveles. Jóvenes artistas plasmaron la masacre a la que los pueblos fue sometida. el impacto fue general, asimismo el silencio.
En ese preciso instante apareció una joven llamada Julia que se presento y ofreció ser nuestra guía junto a Sarita, joven narradora ayacuchana, parte de nuestro grupo.
Así iniciamos nuestra visita por el museo de la memoria.
0 comentarios:
Publicar un comentario